Hoy hace justamente un año, al menos en mi caso. No teníamos noticias de un posible cierre, y todo lo que se nos decía en la Universidad de Zurich es que tuviésemos más cuidado. Que guardásemos distancias y que nos lavásemos las manos. Aquel jueves había sido un día muy duro.
Aquel jueves yo ya había tomado la decisión de abandonar el laboratorio a finales de año y había discutido sobre el rumbo que tenía que tomar mi proyecto. Mi opinión había sido ignorada y, en lugar de dejarme trabajar a mi ritmo, se me había enviado a casa a escribir la solicitud para un puesto de trabajo que yo había dicho claramente que no me interesaba. Me tenía que quedar el día siguiente y toda la semana que venía en casa trabajando en eso. Dada la situación y que yo no era la única enfadada, al acabar el día nos fuimos tres al bar del campus. Además, ese día yo no era la única que necesitaba distraerse un poco.
Nos sentamos fuera, porque por suerte el tiempo acompañaba, y nos tomamos un par de cervezas entre las risas. Nos parecía todo un poco exagerado, y yo decía que no entendía por qué nosotros teníamos todo tan abierto si en España se habían cerrado ya muchas cosas en varias comunidades, pese a que tenían muchos menos casos por millón de habitantes de los que teníamos en Suiza.
Tras ese par de cervezas cada uno se fue a su casa, y esa fue la última vez que vi a mis compañeros en varios meses. No volvería a ver en persona a ninguno hasta finales de abril, a la mayoría no los vi hasta finales de mayo y en algunos casos hasta finales de junio. Ahí empezó mi confinamiento, en el que mi cabeza aprovechó para dar forma a una idea muy confusa en aquel momento, idea que ahora está empezando a ponerse en práctica. Yo sabía que pasase lo que pasase yo no iba a estar a día de hoy en Suiza, y eso me permitía seguir adelante.
A la mañana siguiente me puse con pocas ganas a trabajar en ese documento que tendría que enviar una semana más tarde si pretendía mantener mi puesto de trabajo, pero pronto llegó un correo electrónico que decía que nos preparásemos para un posible cierre en algún momento de la semana siguiente. Yo ya no pude ir a preparar nada, pero por suerte algo había hecho clic en mi cerebro el día anterior y me había llevado a casa todo lo que necesitaba. Mis compañeros hicieron lo que pudieron.
El estado de alarma en España entró en vigor el sábado 14 de marzo en el momento en el que se publicó en el BOE, aunque hubo cierta flexibilidad durante las primeras 48 horas para que todo el mundo pudiese adaptarse. En Suiza el 15 de marzo se anunciaron medidas, pero de aquella manera, como se continuó haciendo casi hasta día de hoy. Cerraban las universidades pero en principio la investigación tenía que seguir adelante, pero bajo mínimos. Durante una semana mis compañeros fueron como pudieron, a un edificio cerrado y sin tener muy claro si era lo correcto. Una semana más tarde se nos comunicaba que sólo se permitía hacer investigaciones relacionadas con el coronavirus y que se necesitaba un permiso especial.
Así se me llevó a mi de vuelta en abril, cuando todavía circulaban trenes bajo mínimos, todas las tiendas no esenciales estaban cerradas y las mascarillas eran objeto de deseo. Con un papel que decía que iba a investigar cosas del virus pude ir, sin mascarilla, a trabajar sola en el laboratorio a finales de abril. Por suerte, entre todas las prisas, alguna caja de mascarillas había quedado olvidada y pude hacerme con un puñado para aquellas fechas tan complicadas. Y eso que en el tren iba sin ella, principalmente porque solía ser la única persona en mi vagón.
Desde aquel viernes en el que Pedro Sánchez anunciaba un estado de alarma sin detalles, viernes en el que mis compañeros se llevaban monitores y teclados a casa, en el que todos creíamos que por muy mal que fuese esto “pronto se arreglaba”… desde aquel día hasta mi vuelta casi dos meses después al laboratorio, las cosas fueron diferentes. Me pasé dos meses en casa, trabajando poco para aquello por lo que me pagaban (llamadlo compensar horas de los seis años previos) y mucho para otra cosa. Trabajé mi salud física y mental, trabajé mis amistades y trabajé en lo que decía que sería un nuevo proyecto. Trabajé muchas horas en Qarentena junto a Pedro, y ahí seguimos ahora en formato semanal. Y allí conocí a un montón de personas cuya vida estaba cambiando.
Nuestras vidas han cambiado mucho durante el último año. Quizá la mía de una forma peculiar. Había muchas cosas que no nos podíamos imaginar. Recuerdo que incluso cuando compré mi primera ronda de mascarillas de tela dudé si valdría la pena comprar un pack grande, si llegaría a usarlas (inocente de mi). Por mucho que supiésemos que el peligro estaba ahí, no queríamos creer que esta vez iba a ser. A mi me ha ayudado a cambiar de vida, y sé que no soy la única. Otros todavía están a tiempo de cambiarla a mejor.
Curiosamente, aunque empecé a escribir con la idea de centrarme en los hechos científicos, mis manos se han ido a contar la historia personal, cómo viví yo aquellas horas previas, aquellos días de soledad en mi apartamento en Berna. Ni siquiera diría que de incertidumbre, porque creo que no valoraba realmente qué podría pasar. Era lo que era, y tocaba aguantarse con resignación. Ahora es todo diferente.
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