Corría el año 1928. El mundo estaba muy revuelto, y los científicos eran gente con pasta. Los había que no tenían pasta, pero tenían la suerte de tener a alguien con pasta que les echaba un cable. Os voy a contar la historia de memoria, como yo me la imagino, que seguro que se hace más amena.
Unos años antes, un pobre chaval pobre vivía en una granja. Su padre resultó ser una buena persona y ayudar a un tal Churchill, que parecía ser un tipo con pasta. Como el señor quería recompensarlo por la ayuda, se ocupó de que el niño estudiase. El niño estudió y se hizo bacteriólogo. Como decía, corrían unos tiempos difíciles para la profesión. Un tal Félix d’Herelle iba por la vida con un suero milagroso curando gente, en el que según él había unos microbios invisibles a los que él llamaba bacteriófagos. Además de ir curando por ahí, se dedicaba a gritarse públicamente con otro tipo, un tal Twort, que decía que él los había descubierto antes, lo que pasaba es que no le había puesto un nombre tan molón, y ya llevaban 10 años a broncas diarias, con cartas a los periódicos insultándose y todo. En medio de tanta bronca en las reuniones de bacteriólogos, nuestro niño, ahora ya adulto, que se dedicaba a estudiar Staphylococcus aureus, decidió tomarse unas vacaciones, en 1928. Como en la época el espacio refrigerado para guardar las placas estaba todavía más limitado que ahora (todos nos hemos pegado por el número de placas que podemos guardar en la cámara fría), dejó sus placas en su mesa. Total, esos bichos crecen lento… Seguro que sólo tenía unas colonias un poco regordetas (esto también lo hemos pensado todos cuando dejamos las placas fuera). El caso es que se piró de vacaciones, porque los científicos también, muy ocasionalmente, necesitamos descansar.
El caso es que llegó de sus vacaciones y fue a mirar a ver si las colonias estaban bien gordas. A continuación reproduzco lo que yo imagino que pasó, en una posible conversación con otro colega:
– Mierda, se me han contaminao los bichos.
– Pero es muy grave?
– Tengo un hongo que lo flipas…
– Algo podrás salvar, tú pincha en una esquina y siembra en una placa nueva, y aquí hacemos como si no hubiera pasado nada.
– No, si eso es lo más jodido, que con el puto hongo no me han crecido las bacterias, cagoentó…
– Pero como no van a crecer?
– Espera, es eso, coño tío, menuda idea, espera que aún me libro y no me despiden de ésta!
Y el chaval se puso a investigar el hongo, para saber por qué no crecían sus bacterias. Aisló el hongo, y de ese hongo salió lo que hoy conocemos como penicilina, base de la mayor parte de nuestros antibióticos. El chaval se llamaba Fleming, y su penicilina salvó años más tarde de una muerte segura al hijo del señor con pasta que le había pagado los estudios, otro Churchill, de nombre Winston, no se si os sonará de algo…
Mientras todo esto pasaba, los otros dos seguían pegándose a ver quién se llevaba el crédito por descubrir los bacteriófagos, que ambos creían que podían curar un montón de enfermedades provocadas por bacterias. Pero pasó el tiempo, y llegó la II Guerra Mundial, y con ella las infecciones asociadas a la batalla. Estados Unidos apoyó tremendamente los antibióticos, poniendo a todos sus investigadores a trabajar en derivados que mejorasen la penicilina, y a intentar descubrir sustancias nuevas con efecto similar. El otro bando, la “Europa del Este” se quedó con los bacteriófagos, y creó varios centros para estudiarlos y hacer cócteles realmente eficaces. En la batalla médica, ambos bandos ganaron: tanto los antibióticos como los bacteriófagos son buenos tratamientos. Los dos generan resistencias, ninguno de los dos es totalmente eficaz… Pero la guerra la ganó un bando, y fueron los antibióticos los que se popularizaron. La investigación en bacteriófagos quedó casi olvidada, y todos los esfuerzos se centraron en los antibióticos durante muchos años.
Ahora pensemos de nuevo en Fleming. Qué habría sido del pobre chico si no le hubieran pagado los estudios… Por eso mismo hay que dar becas, y asegurarse que todo el mundo tenga acceso a la universidad sin importar su nivel económico, y en unas condiciones decentes. Si hubiese sido español, hoy en día, quizá no habría acabado la carrera por haber tenido que trabajar en un bar todas las noches para poder pagar el alquiler. O no habría empezado una tesis, porque el sueldo de predoc no le daba para llegar a fin de mes. Imaginad lo que nos hubiéramos perdido.
Pero también tenemos que quedarnos con la otra moraleja, que es que en los científicos hay que confiar. Hay que confiar y hay que darnos libertad, porque a veces se nos ocurren cosas, y quizá si nos vamos por las ramas y cometemos los errores normales de nuestra profesión, si se nos ocurre algo y dejamos nuestro proyecto de lado para investigar eso, quizá salvemos el mundo otra vez. En España esto jamás pasaría, porque como para que te den dinero hay que pedir un proyecto definido y, si te lo dan, te tienes que ceñir a ese proyecto o te cortan el grifo… Pues el pobre hombre habría dicho que bueno, que el hongo muy interesante, pero que el tenía que seguir con sus bacterias o al año siguiente no podría ni investigar el hongo ni las bacterias. Nos perdemos mucho por el camino por estar gestionados por gente que nos tiene ni puta idea de como funciona la ciencia.
Una vez más, un voto de confianza, los científicos no somos señores con bata blanca y pelos de loco. O sí, pero ante todo sabemos lo que hacemos. Y hasta nuestros errores pueden salvar muchas vidas. Confiad en nosotros, incluso cuando creáis que lo que hacemos no tiene sentido, porque en el fondo, lo hacemos por una razón, y hasta el más estúpido error, puede ser el mayor descubrimiento de la historia.
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